Inconmensurable. En su género, el más grande de todos los tiempos. Imposible resistir al influjo de su genio. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, no así de su bautismo, el 17 de diciembre de 1770. Antes de comenzar la Sinfonía número 3 (para algunos su obra maestra) y después del abandono de su amada a quien dedicó la sonata ‘Claro de luna’, escribió su carta testamento: “Vosotros que me llamáis desconfiado y me tenéis por enemigo vuestro, ¡Qué injustos sois conmigo!… ¡De qué manera tan cruel me obligó la tenaz sordera a replegarme en mí mismo! Yo no podía decir a los hombres: ¡Hablad más alto, gritad, estoy sordo! Imposible confesar la atrofia de aquél de mis sentidos que tenía que ser en mí, más perfecto que en cualquiera… Cuánta humillación si alguien a mi lado oía una flauta lejana y yo nada; si alguien oía el canto de un pastor y yo nada. ¿Qué desesperación la mía! Providencia, concédeme al menos un día de alegría. Hace tanto que no la siento… ¿Cuándo, Divinidad, volveré a ser feliz?” Tormentoso y desbordado, melancólico y con ansia de amar. Y vaya que si supo amar. A los catorce años, su sueño era ir a Viena y reunirse con Mozart, para que le escuchara tocar el piano. La Viena fascinante, uno de los principales centros de la vida musical europea, pronto se vería deslumbrada por el resplandor más vivo de la música del maestro. Para entonces Haendel, Haydn y Mozart habían impreso el ‘estilo italiano’, tan de moda. Con Beethoven la música alemana recuperó su originalidad, autenticidad y dramatismo. Ludwig, de ideas liberales, se alegraba de que la música ya no era patrimonio exclusivo de la aristocracia, se daban conciertos en teatros populares y academias públicas. La frivolidad vienesa de entonces, tomaba trivialmente la música seria. Su primera victoria importante ante el público fue cuando tocó, a beneficio de las viudas, su ‘Concierto núm.2 para piano y orquesta’, una música nueva, profunda, que rompía moldes. Los vieneses aplaudieron entusiastas, pero se preguntaron: ¿Por qué este maestro viene a inquietarnos? El león de veinticinco años, que filosofaba con la música, “daba que pensar”. Este maestro hará fructificar la semilla sembrada por Mozart y Haydn, pero sin supeditarse a ellos, aunque musicalmente desciende del autor del ‘Orfeo’, C. Willibald Gluck.
Dos virtuosos. Mozart, el ídolo de Europa, a la sazón de treinta y un años (moriría a los treinta y cinco), se dignó oírlo tocar, Beethoven tenía diecisiete años. Mozart tuvo la sospecha de que aquél pequeño alemán provinciano se había aprendido la lección de memoria, Beethoven se dio cuenta de esta desconfianza y le pidió una segunda audiencia, ahí le rogó al maestro que él mismo señalase el tema. Así se convino. Mozart, admirado, dijo a los presentes: “Este muchacho hará que el mundo hable de él”. La profecía se cumplió, pero Beethoven la pagará con dolor de cuerpo y alma. Aunque lo aceptó como alumno, Mozart jamás tocó en su presencia. Al quitársele a su padre, borracho empedernido, la patria potestad, Ludwig, de diecinueve años, es declarado por ley cabeza de familia, con la obligación de mantener a sus hermanos. Haydn lo escuchó y arrobado por el talento del joven compositor, le propuso continuar con él sus estudios en Viena. En 1971 había muerto Mozart, las obras de Rousseau recorrían el mundo y la Revolución Francesa estaba en marcha. Beethoven se acaloraba también con los impulsos revolucionarios y se declaraba abiertamente republicano. Ludwig recibe lecciones del apacible anciano, inventor de la sinfonía moderna, pero sus temperamentos eran muy diferentes para una comunión espiritual. Desconcertante pensar que aun siendo reconocido en vida, padeció verdadera miseria durante años. Siempre buscó consuelo a sus penas físicas y morales, a sus amarguras, junto a su mejor amigo: el campo. Llegó a decir: “Amo a un árbol más que a un hombre…Qué gozo cuando vago entre los campos, entre los árboles y las flores”. La ‘Pastoral’, es todo un himno al campo, al sol, al viento, al trabajo de los campesinos, a la alegría que produce en el ánimo del hombre y la mujer. En los últimos años ese mundo, el sonido más grato para el músico, había enmudecido para siempre.
Dos gigantes. Cuando se conocieron, Beethoven tenía cuarenta y dos años Goethe, sesenta y dos. A éste le asombraba su talento, pero temía que su impetuosa música conturbase la serenidad espiritual que él había conquistado a costa de tantas renuncias. Un día al escuchar el primer tiempo de la Quinta Sinfonía comentó: “Es una música grandiosa y al mismo tiempo insensata. Se diría que la sala está a punto de estallar”. En una próxima entrega hablaremos de la fascinación de Beethoven por el espíritu de la Revolución Francesa, su admiración por Napoleón, el héroe personificador de los ideales de fraternidad, justicia y libertad, así como de su decepción cuando se proclamó emperador.